Muchas veces la convivencia acaba siendo un pulso, a ver quién puede más. Hay muchas parejas que se dan cuenta demasiado tarde de que nunca han hablado de sus problemas, han tenido miedo a comunicar lo que les sentaba mal, se han tragado sus enfados y han seguido como si nada. Cuando pasan los años, los enfados, los sacrificios, acaban por hacernos explotar. ¡YA NO AGUANTO MÁS! Lo que parecía una pareja modélica se ha transformado en una realidad que se ha ido forjando paso a paso, dos personas que no se soportan.
¿Qué hacer para que esto no ocurra? ¿Cómo prevenir la incomunicación? ¿Cómo no se un extraño para mi pareja? En primer lugar, no hay que dar la espalda a los problemas. Convivir no es nada fácil, supone aceptar dos modos diferentes de pensar y de vivir, supone darle al otro el espacio necesario para que se desarrolle como persona y eso, generalmente, no lo hacemos. Creemos que convivir es hacer las cosas de una manera, por tanto uno ha de imponerse al otro. A medio o largo plazo este modelo fracasa completamente porque dos personas piensan de dos formas diferentes, por tanto, hay que compaginar ambos modos de vivir, hacerlos compatibles, que cada uno tenga su espacio y que cada uno respete las necesidades del otro. Si partimos de esa base, queremos convivir, acepto un espacio para el desarrollo del otro, entiendo que no vivo solo/a y respeto a mi compañero/a, aprendemos a llevar una vida nueva sin una madre que aguanta todos nuestros defectos, habremos dado el primer paso para el éxito de la convivencia.
Por otro lado, la incomunicación es uno de los mayores peligros, acaba minando sin solución la vida en pareja. Si tenemos miedo a hablar, si no nos atrevemos a decir lo que pensamos, si siempre digo que sí o siempre digo que no, habremos establecido una relación patológica desde un comienzo. El principal sustento de las relaciones ha de estar en el lenguaje, en poder mostrarnos al otro con sinceridad, en convivir con alguien que nos escucha, nos entiende, nos respeta. No quiere decir que siempre estemos de acuerdo, pero no le engaño, no le hago pensar que estoy de acuerdo cuando no es así. Si empezamos a sacrificar nuestros gustos, si siempre le digo que sí, al final acabaré totalmente insatisfecho/a, harto/a, deseando escapar de esa persona que nos asfixia o nos domina. Si desde un principio el otro me conoce tal y como soy, si tomo mis decisiones y mantengo mi libertad como persona, no le haré responsable de mi insatisfacción. La convivencia en pareja es compartir mi vida con otra persona, no vivir una vida partida por la mitad.
Tomando unas interesantes palabras de un coloquio con el Dr. Miguel Oscar Menassa, no se necesita amar para ser feliz, el amor a veces no hace feliz, a veces el amor hace muy desgraciadas a las personas. Si no se goza no se ama bien, si no se es feliz no se ama bien. En realidad, estar enamorado es el grado de esclavitud máximo, no existe un grado de esclavitud, ni entre los antiguos esclavos, que sea tan grande como el enamoramiento. Una definición del amor es darle lo que no tengo a quien no soy. El amor es libertario, si yo la amo a ella, lo único que ambiciono es su felicidad. No me importa si es conmigo o con Dios, no me importa, me importa que sea feliz, eso es el amor. Poder separarse y encontrarse con el otro es la forma más bonita del amor, no tener miedo, no tener paranoia de separarme porque me voy a volver a encontrar, esa felicidad del encontrarse.
En realidad, a todos nos convendría aprender a amar, porque el hecho de tener pareja no quiere decir que uno sepa amar adecuadamente al otro.
Helena Trujillo, psicoanalista
(Continuará)
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